
Mi memoria se compone de infinitos recuerdos. Una gran cantidad de ellos hilados con amor y delicadamente guardados, para que el tiempo no los desvanezca. Mientras que otros muchos fueron olvidados de manera voluntaria, a sabiendas, y guardados bajo siete candados no sea que osen aflorar a la superficie.

El menú del día estaba claro: patatas con cardillos.
Otros días íbamos a la laguna de La Navazuela a pescar lucios, al pinar de mi abuela a recoger piñas, a buscar setas, a que las vacas nos lamieran las manos con aquellas lenguas que parecían lijas, incluso a disparar perdigones a un bote.
Y los días que no salíamos, la abuela nos ocupaba regando sus geranios y en la cocina, haciendo magdalenas, galletas, caballitos de San Antón o tortillas de Jueves Lardero. Recuerdo ir a la vaquería con una garrafa de cinco litros a por leche para poder desayunar todos.
Alimentábamos a las gallinas y veíamos nacer y crecer a los conejos. Recuerdo un día en el que mi abuelo mató una gallina y salió descabezada por la puerta del patio a la calle. Todos los días eran una aventura.
Han pasado cuarenta y muchos años, pero ciertos recuerdos siguen tan vivos como antes. Creo que eso nos pasa a todos. Muchas veces recordamos lo que nos sucedió antaño mucho mejor que lo que nos ocurrió antes de ayer.
Todos tenemos recuerdos que al revivirlos nos hacen felices. Es bueno hacerlo, porque nos iluminan el rostro y el corazón, además, nos ayudan a sobrellevar ciertos momentos que no son del todo agradables.
Paula CRuZ Gutiérrez.
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